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Kanye West, Yeezus y los últimos destellos del genio que una vez fue

junio 18, 2025

Cuando Yeezus apareció el 18 de junio de 2013, la reacción fue tan violenta como visceral. Kanye West no estaba buscando agradar, sino confrontar. Lo que alguna vez fue el artista más barroco del hip hop (como se le consagró tras lanzar My Beautiful Dark Twisted Fantasy) decidió destruir su propio altar. Y lo hizo con ruido, distorsión y una crudeza brutal que redefinió no solo su carrera, sino el sonido del hip-hop industrial y de los productores que se vieron envueltos, al menos durante 7 años.

Una estética abrasiva y post-industrial

Desde su primer segundo, Yeezus no se anda con rodeos. “On Sight”, producido junto a Daft Punk, es una declaración de guerra: percusiones rotas, sintetizadores que raspan, y una energía que más que invitar, ataca. Esta no es música diseñada para sonar bien, sino para sentirse incómoda. Como si Kanye hubiera tomado el minimalismo de 808s & Heartbreak y lo hubiera sumergido en ácido industrial y techno berlinés.

Tracks como “Black Skinhead” y “I Am a God” continúan ese camino: bombos tribales, gritos procesados, beats que remiten tanto a Death Grips como a Nine Inch Nails. Kanye no rapea tanto pues la meta es escupir, gritar, declamar desde un pedestal que se tambalea entre la egolatría mesiánica (I Am God) y la autodestrucción.

La producción, compartida entre West, Daft Punk, Rick Rubin, Arca, Hudson Mohawke, Noah Goldstein, Mike Dean e incluso Travis Scott se siente como un collage mutilado: samples abruptos, bajos que crujen, silencios incómodos y una urgencia casi punk. Rubin, en particular, tuvo un rol clave: su intervención fue reducir las versiones originales del disco a su mínima expresión. El resultado es un álbum esquelético pero potente, como una bestia descarnada que alcanzó su estado Berserk.  

Líricamente contradictorio, brutalmente honesto

Yeezus no intenta ser simpático. No hay “Gold Digger” aquí. Este es el Kanye más misántropo y desencantado. En “New Slaves” se lanza contra el racismo institucional y el capitalismo, pero también se delata en sus propias contradicciones, dejando claro que no está exento de las trampas que critica. La segunda mitad del tema, con la aparición vocal de Frank Ocean, es una de las transiciones más hermosas y dolorosas del disco: una liberación espiritual después de un monólogo feroz.

“Hold My Liquor” —con la colaboración de Chief Keef y Justin Vernon— es una balada distorsionada donde el vacío emocional se filtra entre efectos vocales y un beat que parece disolverse a sí mismo. Es una mirada etílica y trágica al ego herido de West, un “yo” desorientado que busca consuelo en la arrogancia, pero solo encuentra descomposición.

Y luego está “Bound 2”, la última pista, que rompe con todo lo anterior. Un sampleo soul que recuerda a sus inicios, pero envuelto en un sarcasmo casi nihilista. Es un final que no ofrece redención, sino una burla de la idea de redención misma.

Yeezus dividió aguas, pero también plantó semillas. Su estética industrial y minimalista abrió la puerta a artistas como Travis Scott, Playboi Carti o incluso los experimentos más oscuros de Tyler, The Creator. En el mainstream, fue el principio de una era donde el sonido no tenía que ser “bonito” para ser relevante.

Además, mostró cómo el hip-hop podía dialogar con el arte contemporáneo, con la moda, con la disrupción cultural de una manera más cercana al performance art que a la música tradicional. Yeezus no solo fue un álbum, fue una declaración de principios: la belleza puede ser ruidosa, incómoda, contradictoria. Y Kanye, antes de perderse en su propia mitología, supo entregarnos un momento de absoluta lucidez artística. 

Más allá de su impacto musical, Yeezus también marcó un punto de inflexión en la relación entre el hip hop y la moda. Kanye no sólo sonaba diferente: se veía diferente, y con ello reconfiguró las aspiraciones estéticas de toda una generación. No había pasado ni un año desde que irrumpió con los Air Yeezy II “Red October”, un calzado que agotó existencias en minutos y se convirtió en objeto de culto dentro del streetwear. Las camisetas del Yeezus Tour, inspiradas en gráficas psicodélicas al estilo Grateful Dead o bandas de metal, consolidaron una nueva estética entre los escuchas del Hip-Hop que veían más allá de solo la música como identidad, el lujo deconstruido como símbolo de rebeldía cultural. Kanye mezclaba piezas de Yves Saint Laurent como biker jeans o bomber jackets con sudaderas desgastadas y siluetas oversized, creando un lenguaje visual que luego marcas como Fear of God, Off-White o incluso Balenciaga adoptarían como canon. Yeezus no fue solo un disco: fue un manifiesto total, una revolución sensorial donde la moda, el sonido y la actitud convergieron para dar forma a uno de los imaginarios más potentes del siglo XXI.

La última gran visión

Yeezus es, tal vez, el último trabajo en el que Kanye West fue completamente él mismo y a la vez su propio antídoto. Un disco que se niega a complacer, que arde con cada reproducción, y que aún más de una década después se siente urgente, moderno y radical.No es el más accesible, pero sí el más valiente. Y en esa valentía —esa capacidad de poner en crisis su propio mito— está su verdadera grandeza. Porque Yeezus no solo rompió las reglas del rap. Rompió las suyas propias. Y nos recordó que la revolución, antes que nada, no es digerible de escuchar.

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