
En el panorama actual del streaming musical, Spotify ha dejado de ser simplemente una plataforma de distribución para convertirse en un ecosistema cuidadosamente diseñado para expandir su propia marca. A través de playlists pagadas, colaboraciones editoriales, festivales propios y una serie de eventos y programas promocionales, la marca ha reconfigurado la manera en que se consume la música en el siglo XXI. Sin embargo, esta expansión ha traído consigo una tensión cada vez más evidente: la priorización del crecimiento corporativo sobre la calidad musical, la experiencia auditiva auténtica y el pago justo a los artistas.
Spotify, con su algoritmo hiper-personalizado, da la apariencia de ofrecer una experiencia adaptada a los gustos del usuario. Pero esa personalización está cada vez más mediada por decisiones comerciales. Las playlists más influyentes —como New Music Friday, Éxitos México o Viva Latino— han dejado de ser simples curadurías para convertirse en vitrinas donde las disqueras y agencias pagan por posicionamiento. Esta práctica convierte al oyente en consumidor de una narrativa musical preestablecida, en la que los artistas independientes o menos rentables tienen pocas posibilidades de alcanzar visibilidad sin intervención externa. A menos que se vean en una posición de interés para la marca en caso de ser artistas “virales”.
A diferencia de plataformas como TIDAL o Apple Music, que han apostado por una calidad de audio superior (además de varias opciones de ello) y una estructura más transparente en cuanto a regalías, Spotify ha mantenido uno de los modelos de pago más bajos por reproducción. Paradójicamente, esto ocurre mientras la plataforma multiplica sus ingresos mediante inversiones en podcasts, patrocinios de eventos y acuerdos con grandes sellos. La música pasa a un segundo plano, por detrás de la retención y crecimiento de mercado.
Artísticamente, este fenómeno plantea una preocupación más profunda: ¿cuánto control tienen los artistas sobre cómo y cuándo se escucha su obra? ¿Hasta qué punto el algoritmo ha reemplazado al descubrimiento orgánico, ese encuentro casi místico entre oyente y canción? La experiencia se vuelve cada vez menos sobre la música en sí, y más sobre cómo esta se adapta al contexto de consumo, listas para cocinar, trabajar, entrenar, dormir, donde la profundidad y complejidad artística se diluyen en favor de la funcionalidad.
Spotify no solo distribuye música; construye un discurso sonoro que privilegia ciertos estilos, estructuras y géneros que mejor se adaptan a su modelo de negocio. La canción de tres minutos, con hooks repetibles desde los primeros segundos, se convierte en la norma. Las obras experimentales, los álbumes conceptuales, o cualquier expresión que desafíe el molde comercial, quedan marginadas. (Esto sumado a la poca retención y span de atención que hemos generado debido a la sobreexposición en redes sociales)

Este modelo tiene implicaciones no solo para los artistas, sino también para los oyentes, que muchas veces pierden la posibilidad de explorar más allá de los límites impuestos por el algoritmo. El arte, en su esencia, debería provocar, incomodar, expandir los horizontes del alma y del pensamiento. Pero si todo está mediado por lo que es “playlist-friendly”, lo que permanece es un simulacro de diversidad, una vitrina bien diseñada de lo que Spotify quiere que escuches.El poder que Spotify ejerce sobre la industria musical actual es innegable, pero también es motivo de una reflexión crítica. Mientras otras plataformas aún priorizan la calidad de audio, la relación justa con los artistas y el descubrimiento genuino, Spotify parece estar más interesado en convertirse en el centro de una experiencia digital donde la música es un vehículo, no el destino. Y esa distinción, aunque sutil, es el eje de una transformación cultural de enorme profundidad.